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X Man

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Placeres culposos
David Vallejo

Nací un 26 de abril de 1979 en mi querido Tampico. Demasiado tarde para ser bohemio y demasiado pronto para ser digital. Crecí justo en la bisagra de los siglos, cuando el mundo aún olía a papel, a cinta magnética, a polvo de gis. Soy parte de esa generación sin nombre rimbombante, etiquetada con una sola letra: X. Como si fuéramos incógnita. Como si nuestra identidad fuera más pregunta que respuesta. Y quizá lo fue.

Jugábamos en la calle hasta que el cielo se teñía de naranja. A veces hasta que nos llamaban a gritos, otras hasta que se iba la luz… y entonces las conversaciones seguían, sin pantallas, sin prisa, con historias que se alargaban como las sombras. La oscuridad no daba miedo. Era espacio para imaginar.

Crecimos con canicas, trompos, yoyós, resorteras, monitos de lucha libre o de Star Wars y televisores de bulbos. Fuimos los últimos en ir al videoclub y los primeros en tener cable. Aprendimos a rebobinar cassettes con un lápiz, a soplar cartuchos de Nintendo, a usar tarjetas en teléfonos públicos con la esperanza de que la línea no se cortara. Tuvimos beepers, luego Nextel, después Blackberry… hasta que un día apareció el iPhone y el mundo entero se nos metió en la palma de la mano.

Hablábamos con nuestros amigos por teléfono fijo. Escuchamos cómo la voz de nuestros padres se desvanecía en el zumbido de un módem. Aprendimos a esperar con paciencia que el internet se conectara. Tuvimos que adaptarnos al cambio porque el cambio se volvió constante.

Fuimos testigos del fin de la Guerra Fría, del Muro de Berlín derrumbándose por televisión. De la muerte del comunismo y la caída del PRI. De la herida abierta de Colosio, que aún supura en la historia de México. Vimos a Julio César Chávez convertirse en leyenda y también en recuerdo. Vimos el humo y el silencio tras la caída de las Torres Gemelas, y entendimos que el mundo podía cambiar en un día, en un instante, en una transmisión en vivo.

Vimos al dólar consolidarse como el nuevo idioma del mundo. La deuda externa crecer, los precios cambiar de noche a mañana. Vivimos las crisis del 82, sufrimos con la del 94 y resistimos la del 2008. Nos hablaron del “milagro mexicano” y luego del “error de diciembre”. Y sobrevivimos.

Presenciamos el regreso de Star Wars y El Señor de los Anillos, ya no como leyendas urbanas, sino como parte de nuestra propia mitología visual. De niños soñamos con ser Jedi, y de adultos supimos que la fuerza no siempre está con uno.

Mientras crecíamos, en nuestras casas seguían apareciendo cada fin de semana Chabelo y los lunes Chespirito, Don Ramón, el Profesor Jirafales. Eran parte del mobiliario emocional de nuestra infancia. Y un día, también ellos murieron. No solo personas: murieron épocas completas. Y con cada partida, el mundo nos pareció más silencioso, más frágil, más nuestro.

Nos emocionamos con canciones de rock en español: de Caifanes, de Soda, de Héroes. Soñábamos entre los acordes de Persiana americana, Viento o Entre dos tierras, mientras la voz rasposa de Kurt Cobain o potente de Eddie Vedder nos susurraba desde Seattle que el dolor también podía cantarse. El grunge nos llegó como una bofetada y un consuelo, aunque seguíamos cantando a Luis Miguel o berreamos por desamor en altas horas de la noche con la música de José José, José Alfredo y cualquier otro José que doliera igual.

Vimos nacer a MTV. Pasábamos horas frente al televisor viendo videos como si fueran ventanas a otros mundos. Supimos lo que era esperar que programaran nuestro videoclip favorito, grabar en VHS, y sentir que la música era una declaración de identidad. Tuvimos ídolos de carne y hueso. Algunos terminaron en tragedia, otros envejecieron con nosotros. Y muchos, demasiados, se fueron. Somos la generación que vio morir, uno por uno, a los artistas de la época dorada. Desde Juan Gabriel hasta Cerati. Desde Bowie hasta Michael Jackson. Desde Leonard Cohen hasta José José. Y con ellos, se fue parte de nuestro eco interior.

Leímos a Benedetti sin saber aún qué era la nostalgia, a Saramago cuando descubrimos que escribir podía ser un acto de desobediencia, a Milan Kundera, Paul Auster, Murakami o Ruiz Zafón. También nos asomamos al terror con Stephen King.

Acompañamos el nacimiento del Proyecto Genoma Humano, supimos que la vida estaba escrita en código y que algún día podríamos editarla. Vimos llegar la era cuántica, la exploración espacial privada, la búsqueda de exoplanetas y las primeras imágenes de agujeros negros. Supimos que había agua en Marte y microplásticos en la placenta.

Vimos el ascenso de Asia como potencia: el fortalecimiento de Japón, la revolución tecnológica de Corea del Sur, el resurgimiento de India y el ascenso de China. Mientras tanto, Oriente seguía en guerra. Las potencias cambiaban, pero los conflictos no. La modernidad no trajo paz. Solo otras formas de tensión.

Y entonces, llegó la pandemia.

El mundo entero se detuvo. Aprendimos a vivir encerrados. A ver morir a distancia. A despedirnos por videollamada. A temerle al contacto. A mirar con recelo lo que antes era cotidiano. Muchos perdieron a alguien. Todos perdimos algo. Supimos lo que era la fragilidad global, la angustia viral, la sospecha generalizada. Y ahí, en medio de la incertidumbre, volvimos a lo esencial. A la comida caliente, a la voz cercana, al libro pendiente, al silencio. Y una vez más, sobrevivimos.

Aprendimos a estar solos sin sentirnos solos. A resolver sin Google, a esperar sin ansiedad, a soñar con que la Selección Mexicana llegara más lejos… y a volver a soñar cada cuatro años sin perder la fe. Fuimos testigos de los deportistas más grandes de la historia: Jordan, Brady, Woods, Federer y Messi.

Y mientras todo eso pasaba, el mundo se nos volvía cada vez más complejo. Menos ingenuo, más ruidoso. Más conectado, pero menos cercano. Vimos cómo el lenguaje se llenaba de nuevas reglas, de nuevas sensibilidades, de nuevas batallas. Y aunque a veces nos cuesta entender este mundo que despierta de su corrección política con resaca moral, seguimos tratando de aprender.

Hoy, muchos de nosotros hemos tenido que ponernos al día con la inteligencia artificial, como si aún tuviéramos tiempo para otra revolución. Tuvimos que aprender a usar Excel, luego a programar, luego a pedirle cosas a un algoritmo que parece saber más de nosotros que nosotros mismos. Pero lo hacemos. Porque lo hicimos siempre.

Somos una generación que aún recuerda el cielo sin satélites, la música sin algoritmo, el amor sin pantallas. Supimos lo que era llamar a casa del amigo y dejar un recado. Supimos lo que era vivir sin likes, sin filtros, sin ansiedad de validación digital. Supimos, sobre todo, vivir en la espera. Vivir en el asombro.

Y aunque ahora se nos marquen las canas, llevamos dentro una claridad extraña. Una memoria que a veces pesa, pero que también nos protege del vértigo. Porque fuimos la última generación que vio al mundo con inocencia… y la primera que lo entendió con sospecha.

Nosotros, los X, aprendimos a habitar el intermedio. Entre lo que fue y lo que está siendo. No somos la generación del cambio: somos la generación del tránsito. La que vio a los héroes en la tele y luego en los memes. La que vio morir la privacidad y nacer la hiperconexión. La que escribió en papel… y ahora programa en código.

Si algún día este mundo se cae —otra vez—, que alguien recuerde que hubo una generación que fue puente. Que cruzó del Walkman al streaming, del fax al WhatsApp, del polvo al metaverso. Que supo amar sin urgencia y conversar sin emojis. Que no gritó, pero que nunca dejó de observar.

Somos los X.
No porque seamos incógnita,
sino porque aún estamos presentes en la ecuación.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y la vida misma me lo permiten.

Placeres culposos: Sentarse al borde del tiempo y ver cómo pasaron los días, uno a uno, como estrellas fugaces. Además escuchar los estrenos musicales de Natalia Lafourcade, Bunbury, Aterciopelados, Neil Young y Eluveitie.

A todos los que han sido parte de mi historia, simplemente: gracias totales. Especialmente a mi esposa, hija, padres y hermanos.

Un pastel con Greis y Alo a mi regreso, y, a la distancia, con mis padres y hermanos, mis suegros y cuñadas.

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